Artículo de Philippe van Parijs (Publicado en European Green Journal)
Si tuviéramos que elegir entre justicia y democracia, seguramente nunca dudaríamos en preferir justicia. Hay varios motivos para que ésta sea nuestro fin último, y a pesar de sus imperfecciones, la democracia parece el medio más efectivo para conseguirla. Pero, para que esto ocurra, tienen que darse una serie de condiciones previas, y la primera y anterior a todas es que haya una población sólida entre la que haya una comunicación fluida y libre.
Democracia, soberanía, legitimidad y federalismo no son válidos por sí mismos. Son meras partes de un bricolaje imperfecto, inevitable, confuso, provisional e interminable que necesita ser conducido sin tregua hacia una obstinada búsqueda de justicia, en nuestras sociedades y en el mundo. Las instituciones tienen que ser creadas y desechadas, modeladas y remodeladas, un lugar donde los poderes tienen que moverse hacia arriba y hacia abajo y su uso ha de ser limitado de tal manera, que las decisiones tomadas por quien esté a cargo -gobierno o asamblea, un banco central o una población consultada en un referéndum- sean justificables ante todos los afectados como personas libres e iguales entre sí. Desde esta perspectiva, democratizar la Unión Europea sí importa pero sólo porque contribuye a justificarla y a hacerla más justa, y dentro de estos límites.[i]
La conexión entre democracia y justicia no debería darse por hecha, aunque sólo fuera porque incluso la mejor de las democracias es aún, y tan solo, una forma de dictadura de la generación del momento. Pero mantengamos esta (importante) reserva de lado, y preguntémonos: ¿por qué cabe esperar, en el nombre de la justicia, que sea bueno que elegidos, directa o indirectamente, ejerzan poder sobre otros bajo su autoridad? Hay tres razones para ello. La primera es que la democracia, como el mercado, incluye una enorme propensión a reunir y procesar información relevante: actores cuyos destinos dependen de un resultado electoral estarán altamente motivados para prestar atención a las preocupaciones del grupo de personas susceptibles de votarles, grupo éste que tiende a superponerse en gran medida a aquel al que afectan sus decisiones. La fuerza educativa de lo atrayente del voto otorga a las democracias una ventaja estructural sobre los regímenes autócratas, tecnócratas o burócratas.
La segunda virtud de la democracia es la fuerza disciplinante de la auto infracción. Una vez que el poder político pierde su aura sobrenatural, la democracia electoral ofrece, en las circunstancias apropiadas, la mejor manera de asegurar la sumisión voluntaria a las reglas y decisiones públicas que a uno le puedan disgustar. Obedecemos a los mandatarios más fácilmente porque los hemos elegido y porque creemos que podemos echarlos en la siguiente vuelta.
En el nombre de la justicia, la tercera virtud de la democracia es aún más importante: la capacidad civilizadora de la hipocresía, las campañas electorales y los debates parlamentarios crean un espacio público en el que se colocan propuestas y se intercambian argumentos, y todo ello potencialmente visto y oído por todos los ciudadanos. Los discursos, por lo tanto, se dirigen sistemáticamente al interés general, o a lo más justo de todo, o a evitar el peor de los sinos. Si todos los actores desempeñan su papel lo suficientemente bien -y no sólo los que están en el poder, sino la oposición, la prensa, la sociedad civil, los intelectuales- entonces no son meras palabras sino acciones que serán civilizadas en este mismo sentido.
No importan los motivos más íntimos: lo que cuenta son las palabras expresadas en público y su efecto en las políticas públicas y las reformas institucionales.
¿Por qué mucho más que una confederación? ¿Por qué mucho menos que un estado federal? Si esto es para lo que sirve la democracia, ¿cómo debería diseñarse en la Unión Europea? Esta pregunta general inmediatamente se bifurca en dos sub preguntas principales. ¿Cuál debería ser la distribución de poderes entre la Unión y los estados miembros? ¿Cómo debería organizarse la toma de decisiones a nivel de la Unión?
Para enmarcar la primera sub pregunta, es muy útil pensar en entidades políticas con al menos dos niveles de gobierno -el centro y los componentes- como si estuvieran todos en una línea continua que va desde una confederación laxa a un estado unitario. Entre ambos hay muchos niveles, dependiendo de la relativa importancia de los poderes instalados a cada nivel y de cuán atrincheradas estén esas posiciones. Se puede hablar de una “confederación” cuando todos los poderes significativos están afianzados al nivel de los componentes, de “federación” cuando algunos de los poderes significativos están afianzados en el centro, de un “estado federal” cuando los que se afianzan en el centro incluyen a la máxima autoridad sobre coacción física, educación obligatoria y redistribución obligatoria; y de “estado unitario” cuando todos los poderes significativos están parapetados en el centro. Si se adoptan estas definiciones, queda claro que la Unión Europea podría ser fácilmente cualificada como estado federal, y también que es bastante más que una confederación. ¿Debería la federación europea volver hacia atrás para ser una confederación o ir hacia adelante para convertirse en un estado federal? Ni lo uno ni lo otro. No hay necesidad alguna de que se convierta en un estado federal de pleno derecho. Efectivamente, su intrincada diversidad lingüística le da una fuerza especial al principio subsidiario, entendido como una presunción a favor de mantener las competencias en un nivel bajo de centralización excepto si se pudiera desarrollar convincentemente el supuesto de elevarlo a un nivel más alto. Cada una de las tres virtudes de la democracia esbozadas más arriba funcionan mejor en poblaciones que comparten la misma lengua. De ahí que cualquier transferencia de poder hacia el nivel europeo más heterogéneo debe considerarse con especial cautela. Por otro lado, no hay lugar para que la Unión Europea se reduzca de nuevo a una confederación. Al contrario, mientras no necesite concentrar semejantes poderes que la conviertan en un estado federal, lo que necesita con urgencia es adquirir toda la capacidad necesaria para realizar acciones en común que le permitan dominar el mercado único, para manejar las aún más profundas interdependencias que éste crea. ¿Por qué?
En combinación con el progreso de la globalización, el camino seguido por la integración europea ha creado una situación en la que la búsqueda de justicia social está amenazada: en lugar de un mercado domesticado por una democracia que lo someta a la preocupación por la justicia distributiva, lo que tenemos son democracias inmersas en un mercado que las somete a ellas a la obsesión por la competitividad.
La inseguridad que por lo tanto se crea es posiblemente un factor central en el populismo anti-europeo, tanto de derechas como de izquierdas. Para aquellos que ven la justicia como meta general, la respuesta apropiada consiste en no recrear fronteras interiores o no hacerlas aún más cerradas. Es más bien la Unión Europea la que debe detener el desmantelamiento de las barreras de protección y el desempoderamiento de sus estados miembros como resultado de una competitividad fiscal y social inducida por la globalización y exacerbada por el mercado único. Habilitar a la Unión significa proteger a sus ciudadanos y que se vea que se preocupa por ellos. Esto debería significar convertir la Unión en una “unión de tránsito”, por ejemplo, dotándola formalmente con el poder de desarrollar un sistema de redistribución transnacional e interpersonal. Si se implanta con inteligencia, idealmente bajo la forma de un eurodividendo incondicional, tal movimiento no minaría, sino que rescataría tanto la verdadera soberanía de los estados miembros como la diversidad que se elija en materia de políticas sociales. Si nuestros estados de bienestar no van a extinguirse ni homogeneizarse a la baja bajo la presión de la competencia, entonces necesitan urgentemente un suelo europeo sobre el que puedan mantenerse en pie.
“Demos-cracia” con características “demoi-cráticas”
Si la preocupación es la justicia, entonces no es suficiente con transferir poderes, o tener capacidad de acción a nivel central. Es igualmente importante asegurarse, tanto como se pueda, de que las decisiones tomadas a ese nivel van a ir en la dirección correcta. Esto nos lleva a la segunda sub pregunta: ¿cómo debería estructurarse la toma de decisiones a nivel de la Unión? Aquí, otra vez, lo práctico es pensar en una línea continua. En un extremo estaría el régimen puramente “demos-crático” que da por hecho una sola “demos” o población homogénea en el nivel central y no le otorga ningún rol específico a sus componentes, agrupados todos en una sola entidad. En el otro extremo estaría el régimen puramente “demoi-crático” que operaría con tantas poblaciones o “demoi” como componentes hubiera, con decisiones en el centro que se alcanzarían a través de negociaciones entre los representantes de cada componente[ii].
A lo largo de esa continuidad, ¿dónde puede situarse la Unión Europea? Ya tiene un Parlamento de elección directa y, junto con la Comisión Europea, una especie de ejecutiva algo «sui generis» cuyos miembros prometen solemnemente servir exclusivamente el interés europeo común. Esto debería ser suficiente para descalificarlo como un gobierno puramente «demoi-crático». No obstante hay innumerables aspectos en la toma de decisiones a nivel de la Unión que reflejan la naturaleza segmentada de sus poblaciones o «demos». Es destacable que se incluye el funcionamiento intergubernamental del Consejo Europeo y del Consejo de Ministros. También se incluye el hecho de que a la Comisión Europea se le requiere contar con un comisario de cada estado miembro, el hecho de que la representación de los estados miembros en el Parlamento Europeo es indirectamente proporcional y que las condiciones de admisibilidad y éxito para las Iniciativas Ciudadanas Europeas demandan que sus promotores, más un número mínimo de firmas sean de al menos siete estados miembros.
¿En qué dirección debemos movernos? Si se pretende reducir el déficit democrático, algunos creen que no sólo los gobiernos sino los parlamentos nacionales deberían estar directamente involucrados en las políticas europeas. Permitir que los parlamentos nacionales, si son una cantidad suficiente, bloqueen las decisiones europeas que consideren que incumplen el principio de subsidiariedad podría considerarse como un paso adelante en esa dirección. ¿Sería bueno, en esa búsqueda de justicia, “domesticar” más las políticas europeas de esta manera? No puedo ver cómo podría serlo. Porque en lo que a la justicia se refiere, las tres virtudes que conforman el valor de la democracia, y en particular la capacidad civilizadora de la hipocresía, deberían influir en su justa medida, que en este caso es sobre la totalidad de la población europea. Para facilitar esta operación, los miembros de los parlamentos nacionales no están tan bien posicionados como los miembros, y en especial los líderes, de los gobiernos nacionales, de manera que transferir poder desde los últimos hasta los primeros en un terreno “democrático” sería por lo tanto contraproducente. ¿Por qué?
Al contrario que los ministros, los parlamentarios nacionales no están familiarizados con hacer suyas las preocupaciones de sus colegas europeos, y en el mejor de los casos, tampoco en ser solidarios con los retos a los que se enfrentan en sus respectivos contextos nacionales. Más aún, al contrario que a los jefes de gobierno, y sobre todo al contrario que a los que toman decisiones que importan a otros estados miembros en una coyuntura en particular, a los parlamentarios nacionales no se les pide que justifiquen públicamente las decisiones de nivel UE más allá de su propio electorado. La fuerza que emana de esta audiencia transfronteriza es aún débil, porque de lo que más se preocupan hoy por hoy los líderes nacionales es de su electorado nacional. Pero al menos existe. Como contraste, despuntan cada vez más asuntos de toda la UE en los parlamentos nacionales, que remueven la competencia nacional entre partidos, defendiendo los intereses propios de la nación sin fuerza estructural alguna de contrapeso que suponga una mínima consideración de los intereses del resto de la población europea. Esto es otro punto más a favor de referéndums nacionales separados. Una máxima democracia nacional es una manera muy simple de comprender esa óptima democracia que tanto necesitamos.
¿Qué deberíamos entonces hacer? Está claro que no deberíamos intentar ir hasta el final de una “demos-cracia” pura, hacia una democracia europea organizada en torno al patrón de la nación-estado, ni tampoco hacia un estado federal mononacional. Todas las democracias estables con “demos” o poblaciones segmentadas, como Suiza o Bélgica, han diseñado sus instituciones políticas centrales de tal manera que tienen en cuenta esa segmentación. En este sentido, la democracia europea debe permanecer “demoi-crática”. Sin embargo, las poblaciones o demos europeas deben ser reforzadas. Un modesto paso adelante en este sentido se dio bajo la presión de las federaciones de partidos políticos más grandes europeas, a través del nombramiento de los llamados “Spitzenkandidaten”, ya que después de la reacia elección de éstos por el Consejo Europeo, su federación de partido se colocó en la cima de las elecciones europeas. El objetivo principal no debería ser incrementar el resultado de unas elecciones europeas haciendo que éstas sean más personalizadas, más prominentes o más excitantes. Debería ser colocar la capacidad civilizadora de la hipocresía en el nivel que le corresponde: los que deseen gobernar la UE deben ser llevados sistemáticamente a hacer promesas que tengan sentido para todos los ciudadanos europeos, no sólo para sus compatriotas, y exigirles que sean responsables con esas promesas. Desde este supuesto, se daría un paso adelante muy significativo si algunos de los escaños del Parlamento Europeo se asignaran a una circunscripción electoral a escala de toda la UE. Esto habilitaría, y desde luego obligaría a los “Spitzenkandidaten” –y no solo a ellos- a hacer activamente campaña más allá del país en el que serían elegidos.
Más allá de la democracia electoral
Para fortalecer esta “demos-cracia”, las reformas institucionales del tipo que hemos mencionado arriba son de gran importancia. Tener una asamblea que pueda acceder a información crucial, hacer preguntas al ejecutivo y obtener respuestas es un instrumento de crucial importancia para la capacidad civilizadora de la hipocresía. Pero emitir un voto cada cinco años junto con otros cientos de millones de votantes no es el único papel que puede desempeñar un ciudadano a nivel europeo. La ciudadanía no es tan solo un grupo de votantes intermitente. También es un conjunto más permanente de observadores, bloggers, usuarios de Twitter y manifestantes cuya actividad no se reduce a los periodos electorales. Además del poder de las urnas, los ciudadanos tienen una cierta cantidad de poderes diferenciados que se han visto grandemente ampliados por internet. Como una poderosa herramienta de transparencia, exposición y movilización, internet facilita a muchos el acceso a la información, propaga sus interpretaciones y organiza acciones sin necesidad de nada que se parezca a un organismo permanente.
Más que nunca antes, los ciudadanos pueden expresar con efectividad su apoyo o –más a menudo- su oposición a lo que se ha decidido o se está fraguando. Naturalmente, el impulso será a menudo el de la defensa de los intereses propios –desde huelgas corporativistas de controladores de tráfico aéreo o conductores de tren o protestas NIMBY– pero tanto los grupos de acción como los que toman las decisiones estarán obligados a que sus demandas sean visibles o a que sus respuestas ofrezcan justificaciones que deberían ser aceptables para todos. Las acciones más difíciles de obviar por aquellos que estén en el poder serán aquellas demandas cuidadosamente documentadas y además abiertamente justificadas por una preocupación de interés general o por un tratamiento de justicia de los intereses comunes.
La condición previa para que este mecanismo sea efectivo es la transparencia –entendida no sólo como visibilidad sino como inteligibilidad-. De ahí la importancia de proteger y estimular a los voceros, a los wikileakers, luxleakers, swissleaers y dirtileakers de todos los tipos. Sólo haciendo que las cosas sean visibles para todos se puede obligar a los que son responsables a que se justifiquen ante todos. De ahí también la importancia de recoger datos fiables y convertirlos en susceptibles de ser comparados y a la vez entendibles, a través de indicadores bien seleccionados. Tanto los indicadores OCDE de PISA sobre el rendimiento escolar como ese grupo de indicadores desarrollado por la Comisión Europea en el marco de la Coordinación del Open Method que calcula la proporción de la energía de un país que proviene de fuentes renovables, son todas herramientas transparentes si los datos son fiables y los indicadores adecuadamente seleccionados para promover decisiones que sirvan a una mayor justicia y a un interés general. Exponer y poner en evidencia lo que tiene que ser evidenciado, ensalzar lo que debe ser ensalzado, expresar el apoyo o la oposición a través de peticiones o boicots, a través de huelgas o tomando las calles, o la combinación de todo esto, en circunstancias favorables, puede ser mucho más efectivo que el proceso electoral en hacer que los que están en el poder pretendan hacer lo que la búsqueda de justicia les demanda que hagan, y si todo va bien, actúen en consonancia con esta pretensión.
Hablar unos con otros
La fidelidad sin brecha a la Unión Europea pide resultados. Pero no como promesa de un cierto porcentaje de crecimiento a cambio de una mayor sumisión al mundo del mercado a través del TTIP y otros tratados. Tampoco bajo la promesa de un cierto porcentaje menor de desempleo a cambio de subsidios laborales cicateros y más represivos. Ni con la promesa de una moneda estable a cambio de someter a la población de uno de sus estados miembros a la esclavitud de una deuda de por vida y a la incautación de sus bienes nacionales. Sino más bien con una protección social efectiva que pueda ser percibida como justa por todos los europeos sin que se perjudiquen las fuentes de una prosperidad duradera.
Para dar pasos irreversibles en esta dirección, necesitamos reformas institucionales que refuercen la población o “demos” a nivel europeo y especialmente la de la zona euro. Pero los cambios que conllevan los tratados llevan mucho tiempo y no podemos esperar. Mientras tanto y por lo anterior, deberíamos contar con aquellos que desempeñan el poder, empezando por los jefes de gobierno. Tenemos que contar en su habilidad para vislumbrar los compromisos inteligentes, para defenderlos ante y posiblemente en contra de sus propios parlamentos y opiniones públicas, y ayudar a otros a defenderlas ante terceros.
Esto no siempre funcionará y nunca lo hará a la perfección. Y para cuando el deseo de los poderosos, por muy democráticos que sean, choque con las legítimas demandas de los vulnerables, cuando lo justo pierda clamorosamente frente al propio interés, debemos estar preparados para presionar, para gritar, protestar, recorrer las calles, incendiar las plazas como hicimos en nuestras respectivas naciones-estado. Una mayor justicia social en nuestras naciones-estado no aterrizó tal cual desde un cajón de algún burócrata, ni estuvo olvidada en el estante de ningún filósofo. Hubo que luchar por ella. Pero a nivel europeo nos encontramos con un gran obstáculo. No hablamos todos la misma lengua. Y esto conlleva serias implicaciones.
No es tan solo que ponga más difícil a líderes nacionales y a ministros, y a sus ayudantes el establecer una relación de entendimiento mutuo, de empatía, de connivencia, que haga menos arduo alcanzar un acuerdo con sus pares. También significa que las opiniones públicas nacionales están netamente separadas y por lo tanto no sistemáticamente expuestas a opiniones o debates dominantes en otros lugares, como tampoco están autocensuradas para soltar generalizaciones étnicas hostiles hacia otros países. Lo que es aún más, la diversidad lingüística hace más difícil tanto la movilización a través de las fronteras, como la construcción de la solidaridad y el sello de alianzas que se necesita para la lucha eficaz por una mayor justicia social al nivel al que hay que luchar hoy en día.
Curiosamente, por lo tanto, la corriente más esperanzadora sustentada hoy en Europa es algo que puede al principio parecer trivial: la rápida expansión del inglés como “lingua franca” para las generaciones más jóvenes. Una lengua compartida no es garantía de que no haya conflicto, ni siquiera evita un conflicto violento. No cabe esperar una movilización transnacional efectiva, ni opiniones públicas menos estancas, ni contactos más fluidos entre líderes si no comparten una lengua. Ya sea como un arma en nuestra lucha, o como una herramienta en las negociaciones o como aglutinante en las deliberaciones, la habilidad de hablar unos con otros es más importante que nunca en la Europa actual. El hecho de que cada vez más personas puedan hacerlo, no sólo los poderosos y adinerados, debe darnos confianza y esperanza en que nuestra Unión Europea no está ligada a una deriva hacia una mayor injusticia, ni que esto pueda justificarse.
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[i] Este artículo está ampliamente basado en el epílogo de “After the Storm. How to save democracy in Europe” (L. van Middelaar & P. Van Parijs eds., Tielt: Lannoo, 2015), una colección de ensayos originados en conversaciones entre Herman Van Rompuy y una serie de pensadores europeos durante su segundo mandato como Presidente del Consejo Europeo. Le debe mucho a estos encuentros y a las contribuciones a ese volumen. La concepción instrumental de la democracia en la que se basa se presenta e ilustra por P. Van Parijs,”Just Democracy: The Rawls-Machiavelli Programme” (ECPR Press, 2011) y “Electoral democracy and its rivals”, en “The Malaise of Electoral Democracy, and what to do about it” (Re-Bel e-book 14, 2014, www.rethinkingbelgium.eu). La dimensión lingüística destacada al final se discute en profundidad por P. Van Parijs, “Linguistic Justice for Europe and for the World” (Oxford UP, 2011; en alemán: Suhrkamp, 2013; in holandés: Lannoo, 2015). El debate tras la propuesta del eurodividendo, mencionada de pasada, está esbozada en P. Van Parijs, “The Eurodividend”, www.socialeurope.eu/2013/07/the-euro-dividend
[ii] “Demoi-crático” entendido así no debe confundirse con confederal: no se trata de cuán extensos e intrincados están los poderes y los componentes sino que es sobre el papel que los componentes juegan en el ejercicio de los poderes atrincherados en el centro.